El rastro del sueño Pablo Daniel Correa

El rastro del sueño 
Pablo Daniel Correa

Dicen que el camino de Córdoba a Buenos Aires es largo y parejo: seiscientos, setecientos kilómetros de tierra y rastrojos, campos que huelen a cosecha vieja y a sudor de hombre bueno.

Por esos pagos vivía el más chico de los Sosa, el Gonzalito, un gurí flaco, de mirada viva, que soñaba con fierros.
Mientras los mayores araban la tierra,
él hacía camioncitos con lata y maderita, vehículos chiquitos que corrían por el polvo, levantando nubecitas como si fueran tormentas de juguete.

Su destino, decían, era el campo,
como el de su padre, su abuelo y sus hermanos. Pero en el pecho del chango latía un motor distinto, uno hecho de sueños y esperanza.

Por esos mismos días, el General andaba maquinando un proyecto grande: quería que los trabajadores tuvieran su propio vehículo,
que el campo argentino se moviera con ruedas criollas. 
Pero ni los empresarios del país ni los gringos del norte querían poner un peso en la idea.
Los yanquis, sobradores, dejaron apenas quince motores viejos, como quien tira migajas a un perro fiel.

Entonces el brigadier San Martín — hombre serio y de mirada honda—
volvió a Córdoba con el dilema clavado en la frente.
Iba pensando entre los rastrojos cuando vio al gurí, agachado, dándole cuerda a su camioncito de lata.

Dicen que se le quedó mirando largo rato, y que en ese instante el aire se detuvo, como si el campo entero esperara algo.

—Mostrame, chango, ¿cómo anda ese bicho? —le dijo.
Y los dos, tirados panza al suelo, dibujaron con un lápiz y un sueño. De esas manos manchadas de tierra
nació el primer trazo del futuro.

El brigadier no durmió esa noche: pasó en vela, diseñando lo que al alba mostraría al General.
Un vehículo sencillo, noble, hecho con las sobras de los ricos y el ingenio del pueblo.

Y así, el primero de mayo, mientras los obreros marchaban y las radios tronaban, el General presentó al país un nuevo compañero de caminos: el Rastrojero.

Gonzalito escuchó embobado, reconociendo en ese nombre el eco de su propio sueño. Recortó los diarios, guardó las fotos, y volvió a jugar en el campo, pero ya distinto: ahora sabía que los juguetes también podían volverse verdad.

Dicen los paisanos que, cuando el sol baja y el campo se aquieta, se oye a lo lejos un motor chiquito que ronronea entre los trigales.
No deja humo ni polvo, sino una huella luminosa en el rastrojo.
Algunos juran haberlo visto: un camión de lata manejado por un gurí sonriente, que saluda con la mano y se pierde hacia el horizonte.

Y aunque nadie se anima a seguirlo, todos saben que donde pasa, la tierra reverdece y el aire se llena de ese olor a trabajo nuevo.

Porque el Rastrojero no nació del metal ni de los planos, sino del sueño de un pibe y del pulso de un pueblo entero.

Y mientras haya un criollo con ganas de avanzar, dicen que el camioncito seguirá andando, pechando el porvenir sobre el polvo del país.

~Fin~



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